DEJAR VOLAR LA IMAGINACIÓN


(Texto del artículo de Llorenç Guilera publicado en la sección Mente y Ciencia del número 81 de la revista MENTE SANA que edita Jorge Bucay para RBA. Reproducido con permiso de la Editorial).

 

      En los últimos años la ciencia ha revalorizado el papel de la imaginación en el desarrollo del cerebro. La imaginación es nuestro principal recurso creativo; de hecho, a ella le debemos grandes avances en la historia de la humanidad,

       Estimularla en los niños, distinguiendo con claridad la fantasía de las creencias supersticiosas, es dotarlos de una herramienta de primer orden para su vida adulta.

      ¿Valoran adecuadamente los padres la imaginación y las fantasías de sus hijos? ¿Las estimulan o, por el contrario, piensan que deben reprimirlas para ayudarles a adaptarse lo más rápidamente posible a las limitaciones y restricciones del mundo real en que les tocará vivir?

      Las encuestas muestran que son muchos los progenitores que han olvidado su propia infancia y tienden a constreñir lo que consideran “excesos de fantasía” de sus hijos.

      Esta actitud se debe, en gran parte, al prestigio de la inteligencia racional y el método científico, y a la creencia, errónea, de que la imaginación las puede echar a perder.


        Sin embargo, a principios del siglo XX, Sigmund Freud ya demostró que muchas decisiones nuestras no son lógicas ni racionales y que obedecen a impulsos subconscientes. En 1990, los investigadores Peter Salovey y John D. Mayer, de las universidades de Yale y New Hampshire (EE UU.), nos advirtieron que deberíamos estudiar más a fondo nuestras emociones y atender a nuestra inteligencia emocional.

      Y en 1994, el reconocido neurocientífico Antonio R. Damasio remató la faena demostrando que la supuesta lógica pura y racional es una invención que no tiene cabida en la realidad neurobiológica del cerebro; es decir, que los razonamientos y las decisiones están inexorablemente influenciados por las emociones.

       En las dos últimas décadas, la psicología se ha volcado en la revalorización de las emociones y de la inteligencia intuitiva. Y hoy son muchas las voces de científicos acreditados que apuntan que hay que atreverse a ir más lejos, que es imprescindible y urgente revalorizar la imaginación y la fantasía como capacidades fundamentales para conseguir la creatividad y, por tanto, el progreso de la humanidad.

       Dado que no siempre se basa en la lógica estricta, el funcionamiento cerebral de los niños de dos a siete años ha sido denominado “pensamiento mágico”. Se trata de una forma de pensar basada en la fe, la imaginación, los deseos, las emociones o las tradiciones que puede generar afirmaciones carentes de fundamentación lógica.

       Un niño puede imaginar que un coche vuela y que más tarde se transforma en tiburón y atraviesa el océano, o que se convierte en mariposa y liba flores. Si el niño es mentalmente sano, sabe que este coche ni existe ni puede existir; se limita a gozar fantaseando con él.

       Pero si un niño –o un adulto– cree a pies juntillas que una determinada acción o circunstancia –suya o externa– puede convertir en realidad física ese coche, estamos frente a un caso de creencias mágicas.

       El pensamiento mágico es natural en la evolución del niño y no lo arrastra a creer en la magia. Si le cogemos un muñeco a un niño de dos años y empezamos a moverlo poniendo voces de ventrílocuo aficionado, el niño nos mirará primero de reojo y, al poco rato, entrará en el juego y pondrá, también él, voz a sus muñecos. No hay confusión, ni pérdida de realidad; hay juego, imaginación, creatividad.

       Es natural que la humanidad quiera huir de las creencias mágicas para no recaer en los horrores del medievo o de los fanatismos. Pero la ciencia nos ayuda a diferenciar las capacidades psíquicas positivas (imaginación, fantasía, creatividad, intuición…) de las negativas (supersticiones, esoterismo, prejuicios...).

       La doctora Marjaana Lindeman, de la Universidad de Helsinki (Finlandia), investiga el desarrollo mental infantil y afirma que son tres los conocimientos que determinan la comprensión del mundo: la intuición física, la intuición psicológica y, con ciertas reservas, la intuición biológica. Desde muy pequeños, los niños entienden que los productos de la mente (pensamientos, creencias, deseos y símbolos) son imaginarios e inmateriales y que no contienen las propiedades que representan.  

       Niños entre los tres y cuatro años entienden que la imagen mental de un perro no tiene las propiedades físicas de un perro real, o que las carreteras dibujadas en un mapa no tienen que ser lo suficientemente anchas para que pasen los coches.

       Las tradicionales fabulaciones colectivas sobre los Reyes Magos, el ratoncito Pérez y similares no son más que acuerdos establecidos por la mayoría para fomentar la imaginación y el pensamiento mágico de nuestros pequeños, afrontando el riesgo –no muy elevado– de que algunos caigan en creencias mágicas el resto de sus vidas. En este sentido, Eugene Subbotsky, psicólogo de la Universidad de Lancaster (Reino Unido), ha demostrado que el pensamiento mágico puede aumentar la creatividad de los niños de entre cuatro y ocho años. Para ello, él y sus colaboradores realizaron dos experimentos. En el primero, mostraron a unos niños unos fragmentos de la película Harry Potter y la piedra filosofal; un grupo vio un fragmento con contenido mágico, y otro, un fragmento de contenido no mágico. Cuando, después, aplicaron a ambos grupos de niños el llamado “test de pensamiento creativo de Torrance”, los que habían estado viendo la parte de contenido mágico dieron resultados significativamente superiores a los del otro grupo. El segundo experimento reveló que la exposición de los niños a este tipo de películas no condicionó en absoluto sus creencias mágicas, que, según los investigadores, dependen de factores más profundos, como pueden ser las actitudes familiares, la educación o las experiencias personales.

       La creatividad de una persona es directamente proporcional a su capacidad de imaginación. Por esta razón, los niños ganan en capacidad creativa a los adultos.

      Tal como afirma Stanley Czurles, responsable de la educación en arte del New York State College for Teachers, “un niño es altamente creativo hasta que empieza a ir a la escuela”. O hasta que sus padres y familiares reprimen sus fantasías por temor a que le arrastren a creencias mágicas, podríamos añadir.

       Los padres, los abuelos, los hermanos mayores y los maestros deben animar a ese niño a seguir con su capacidad imaginativa, a fomentar su creatividad, a no perder la capacidad de producir asociaciones fantásticas.

       Todos los grandes pasos de progreso han nacido de una mente imaginativa que ha asociado con libertad cosas que hasta entonces nadie se había atrevido a juntar.

       Ser creativo no consiste en ver lo que nadie ha visto o en disponer de un poder mágico al alcance de unos pocos elegidos. Ser creativo consiste en ver lo mismo que todo el mundo ve, pero pensar cosas sobre ello que nunca nadie había pensado antes, hacer una nueva asociación traída por la imaginación.

       Todo el mundo sabía desde tiempos prehistóricos que un tronco vaciado podía navegar cual cáscara de nuez; y se rompían los brazos remando para moverlo. Todo el mundo había observado que el viento puede empujar la hoja de una planta y llevarla a grandes distancias. Pero tuvieron que pasar siglos hasta que alguien imaginó una hoja atada a la cáscara de nuez con un palo vertical. Me imagino que hace 3.500 años un niño egipcio diría a sus padres: “Quiero probar si el viento que arrastra una hoja de palma puede empujar un cascarón sobre el Nilo”, y sus padres le dirían: “¡Qué bonita idea! Nosotros te ayudaremos a hacerlo”.